En realidad somos iguales y diferentes simultáneamente y en lo
mismo. Somos iguales por ser personas; por participar de la
misma naturaleza; ambos tenemos cuerpo y espíritu. Y a la
vez somos diferentes en cuanto al cuerpo, a la psicología
y al modo de ver las cosas.
Sin embargo, somos
más iguales que distintos, pues la diferencia se calcula únicamente
en un 3%. Esto lo afirman los genetistas que evidencian
que todas las células de nuestro cuerpo son sexuadas. Hasta
las de los dedos de las manos son o XX
o XY. -Seguramente la endocrinología aumente ese %, porque la
diversa combinación de hormonas condiciona bastante la biología y la
psicología-. Pues bien, ese pequeño % presente en todas las
células, lo está igualmente en todos los ámbitos de nuestra
personalidad.
Esa pequeña diferencia nos hace complementarios; allí donde juegan masculinidad
y feminidad mana fecundidad, no sólo en el aspecto biológico,
también en el cultural, en el artístico, en el político
y en el social. Sin embargo, se trata de plantear
nuevas hipótesis porque la complementariedad se ha entendido mal. Durante
siglos, y aún hoy en día la imagen intelectual de
la complementariedad es la del andrógino platónico: un ser dividido
en dos mitades, y que se completan en uno aportando
cada cual la mitad. (El andrógino sigue actuando en el
imaginario).
Sin embargo, el caso del ser humano no es el
del andrógino: la unidualidad humana está compuesta por dos seres
humanos que se hacen uno. No es que originariamente uno
se parta en dos, sino al revés, dos que se
hacen uno. Pero no deja de haber complementariedad, biológica, psicológica
y ontológica. Esta es una parte de la antropología que
está sin desarrollar a la que yo he venido a
denominar pomposamente ANTROPOLOGÍA DIFERENCIAL. Porque - como afirma Janne Haaland
Matláry- el «eslabón perdido» del feminismo es «una antropología capaz
de explicar en qué y por qué las mujeres son
diferentes a los hombres»[1].
Por otra parte está el grave problema
de la subordinación de la mujer, todavía existente en la
práctica en diferentes aspectos y justificada en alguna cultura, como
la musulmana. En este aspecto se centra todo el ámbito
académico, que ha forjado hasta términos específicos, como «el patriarcado»,
cultura en que domina en androcentrismo. Y los/as distintas intelectuales
forjan sus términos para combatirlo. Así Amelia Valcárcel[2] emplea el
término «equipotencia» o el de «equivalencia» de Børresen[3], para poner
de manifiesto que varón y mujer son de la misma
categoría también en su distinción. Otro término importante es el
de «modalización».
Pero a mi modo de ver los términos por
excelencia son: ««reciprocidad» y «complementariedad». La RECIPROCIDAD es «pieza clave».
En honor a la justicia el que ha matado todos
los fantasmas de la «sumisión unilateral» es Juan Pablo II,
en las Audiencias Generales sobre Teología del cuerpo, que comenzaron
en 1979 y se desarrollaron hasta 1982, y especialmente en
la Carta apostólica Mulieris dignitatem, n. 24 de 1998, cita
49. Ahí reinterpreta todos aquellos pasajes neotestamentarios donde parece que
está revelada la sumisión de la mujer sin que esta
sea mutua o recíproca. Son 7 pasajes, 6 de ellos
de San Pablo, en los que se conservan el modo
de vivir la relación varón-mujer en la cultura judía y
romana, pero no expresa la «novedad evangélica», aunque si la
predica en otros lugares.
Luego está el tema de la COMPLEMENTARIEDAD.
Hay autores que tienen reparos en utilizarlo, como le pasa
a Ángelo Scola: habla de la “reciprocidad asimétrica”. Pero a
mi no me gusta. La asimetría sigue arrastrando el fantasma
de la superioridad del varón. El Papa habla -y le
cito a él, no por su autoridad para los católicos,
sino porque es el intelectual que más a fondo ha
tratado este tema- «Unidualidad relacional complementaria (Carta a las Mujeres,
nn. 7-8)». Si se entiende bien se puede seguir hablando
de complementariedad.
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